La Montaña Como Espejo: Mi Camino de Auto descubrimiento Entre Cumbres y Valles
«La verdadera satisfacción no es conquistar la montaña, sino encontrarse a uno mismo en ella.»
Hay gente que se encuentra a sí misma en ciudades ruidosas, otros necesitan el mar… yo? Descubrí quién soy de verdad entre montañas. No fue algo de niño ni de adolescente como les pasa a muchos, mi historia llegó tarde pero me golpeó fuerte.
Es curioso como algunas pasiones te encuentran cuando menos te lo esperas. En mi caso, la montaña no fue algo heredado de familia ni una afición de juventud. La descubrí tardíamente, en un momento en que mi vida necesitaba desesperadamente nuevos aires. Y desde entonces, se convirtió en mi mayor maestra.
Los primeros pasos: sobreviviendo entre ruido
Mis primeros contactos con la montaña llegaron tarde, a los 17, 18 más o menos. Nada del otro mundo: paseos por el campo, zonas tranquilas sin mucha gente… pero fue durante mis veintitantos, mientras me buscaba la vida en el mundo de la música en Andalucía, cuando aquellos espacios se volvieron mi salvavidas.
Los fines de semana que libraba (pocos, porque justo eran los días con más curro) me escapaba a hacer alguna ruta. Escaparme al campo se convirtió en mi manera de huir del ruido y de toda la mierda que veía en ese mundillo. Eran salidas muy, muy esporádicas, una cada dos o tres meses como mucho, pero me ayudaban a respirar.
El contraste era brutal. De pasar la noche rodeado de luces, sonido y gente, a encontrarme solo en medio del campo, con el único ruido de mis pasos y mi respiración. No valoraba entonces lo que esos pequeños respiros estaban haciendo por mi salud mental. Simplemente sabía que me sentía mejor después.
En aquella etapa de mi vida, estas escapadas eran como pequeños oasis en un desierto de trabajo y preocupaciones económicas. No podía imaginar entonces que esos paseos esporádicos serían el preludio de algo mucho más profundo.

2015: el salto al vacío
Llegó un punto en que ya no aguantaba más. 2015 fue mi año. Gracias a mi amigo A.R., me largué a Barcelona con billete de ida y sin plan B. Dejé todo lo «seguro» y me tiré a la piscina para empezar de cero en una profesión completamente nueva de la que nunca había oído hablar.
Lo mejor que me pasó. Por fin tenía curro estable, ingresos que me dejaban respirar y podía empezar a hacer todo lo que siempre había querido y nunca había podido permitirme por mi situación económica. Y lo primero que hice? Comerme Cataluña y los Pirineos ruta a ruta.
Viniendo de la Andalucía seca donde había vivido, ver tanto verde mezclado con ese gris de la roca pirenaica me voló la cabeza. Y ver nieve tantas veces! Yo que solo la había visto un par de veces cruzando Granada en coche y desde lejos.
Recuerdo cuando subí al Balcón de la Figuerassa, cuando visité el volcán de Santa Margarida en la Garrotxa y la Fageda d’en Jordà, o cuando hice la ruta más espectacular que he hecho hasta ahora y me bañe en un lago a 2mil metros de altura, la ruta de los Nueve Lagos de Colomèrs (PN Aigüestortes i Sant Maurici). Fue en esas rutas cuando descubrí mi lado más hippie, me flipaba caminar descalzo por los prados verdes. También fue la primera vez que vi tantas águilas y halcones en libertad… qué pasada de bichos.



Este cambio radical en mi vida, dejar atrás la seguridad, por pequeña que fuera, para aventurarme en lo desconocido, me abrió la puerta a un mundo que siempre había estado ahí, pero que nunca había podido explorar realmente. La Cataluña profunda se convirtió en mi patio de juegos, mi escuela y mi refugio.
A diferencia de otros montañeros que parten de sólidas bases técnicas, yo fui aprendiendo sobre la marcha, cometiendo errores, improvisando a veces. Puede que no fuera el método más ortodoxo, pero era auténticamente mío.
Lo que me enseñó la montaña (y no viene en los libros)
«Es en la montaña donde aprendemos a descubrir nuestros verdaderos límites y qué es lo que realmente importa.»
La montaña cambió mi forma de ver las cosas. Cuando estás allí arriba te das cuenta de lo absurdo que es todo – el dinero, lo material, incluso el tiempo se ve diferente. Es como si todo eso no tuviera ningún sentido cuando eres solo tú y la naturaleza.
A partir de ahí empecé a aplicar un tipo de minimalismo en toda mi vida. No el minimalismo extremo ese de tener solo 3 camisetas, sino lo que yo llamo «minimalismo equilibrado»: tener lo necesario, justo y de calidad. Ni de más ni de menos.
Lo curioso es que descubrí algo simple pero potente: donde más feliz soy es justo donde menos cosas necesito. Toda la vida acumulando trastos pensando que ahí está la felicidad, y resulta que mi mejor versión sale cuando llevo solo lo esencial en la mochila.
Esta filosofía ha cambiado hasta la forma en que compro. Ya no me dejo llevar por ofertas o por acumular cosas «por si acaso». Me pregunto: ¿realmente necesito esto? ¿Me aporta valor real a corto plazo o solo ocupará espacio? Y lo aplico a todo, desde la ropa hasta las relaciones personales.
Me di cuenta de que en las rutas más largas, las que duran todo el día, llevaba lo justo en la mochila y me sentía completamente feliz y satisfecho. Mientras que en la ciudad, rodeado de todas mis posesiones, a veces sentía un vacío inexplicable. No hace falta ser un genio para sacar conclusiones.

Esos momentos que no se pagan con dinero
Hay instantes en la montaña que valen más que todo el oro del mundo. No son las grandes cumbres ni las rutas más difíciles, son pequeños momentos mágicos.
Uno que me flipa es encontrar esos rincones donde solo se oye el viento en las copas de los árboles. En España cuesta encontrarlos porque siempre hay un pueblo cerca, una carretera con motos, o simplemente no hay árboles altos. Pero cuando doy con uno de esos sitios, me paro en seco y me quedo ahí plantado, callado, solo escuchando el viento. Es como si el tiempo se parara.
Otro recuerdo que llevo tatuado en la memoria fue por 2016, cuando me topé con dos pastores alemanes que decidieron acompañarme toda la ruta sin que yo les dijera nada. Aparecieron en una estación abandonada al principio de la ruta de Beneidor, en los Pirineos. Subieron conmigo hasta arriba, comimos juntos, y bajaron conmigo. Al llegar a mi coche, simplemente se quedaron allí. Les puse nombre, Bobby y Tobby. Eran mayores y a veces me pregunto si seguirán por allí…
Esta experiencia me dejó varios días pensativo. ¿Por qué decidieron acompañarme? ¿Eran perros abandonados o tenían dueños en alguna casa cercana? ¿Acompañan habitualmente a los montañeros o hubo algo en mí que les atrajo? Son preguntas sin respuesta, pero que añaden un toque de magia a mi relación con la montaña.

La vida nómada y las montañas: mi combo perfecto
Conseguir ser nómada digital me costó sangre, sudor y lágrimas, pero una vez que lo logré… ¡qué libertad! He podido vivir mientras curraba en sitios que la mayoría solo visita una semana al año.
He vivido más de un mes en los Pirineos franceses, con sus bosques infinitos. En los Alpes francosuizos, donde el Mont Blanc me saludaba cada mañana. En la Selva Negra alemana, en un valle que parecía sacado del mismísimo Heidi. En el lago Balatón de Hungría, con sus interminables viñedos. En los fiordos noruegos, necesitaría otro articulo (y de hecho lo haré) para explicar todo lo vivido allí. O en Asturias, ese paraíso escondido con la mejor gastronomía que jamás he probado.
Soy muy maniático eligiendo donde quedarme. Me tiro casi una semana entera buscando, contactando propietarios y eligiendo el sitio perfecto. Necesito cocina, lavadora, sitio para tender la ropa (¡súper importante y nadie lo menciona!), buen internet y un espacio digno para trabajar. La cercanía a rutas en concreto me importa menos, prefiero zonas que no haya explorado en 500 km a la redonda. Y nada de calor, lo paso fatal a partir de 22 grados ambiente.
Esta vida me ha permitido conocer la montaña de una forma que el turismo convencional nunca podría ofrecer. No es lo mismo pasar un fin de semana en un sitio que vivir allí un mes o más. Empiezas a conocer los ritmos del lugar, los cambios de luz según la hora del día, dónde y cuándo aparecen los animales. Donde comprar la comida local «espiando» a los lugareños…
Lo malo de estar siempre moviéndome? Casi no tengo amigos de montaña fijos, o si me apuras, amigos en general. Es algo que me gustaría mejorar, pero mi condición de nómada no ayuda mucho. Aún así, he conectado con gente local que recuerdo con cariño. Como cuando intenté explicarle a una peluquera húngara cómo quería un degradado, con ella hablando solo húngaro y yo mezclando español e inglés como podía. O Gabor, nuestro anfitrión en el lago Balatón, que nos preparó un goulash casero en el jardín. En Polonia, donde estuvimos 6 semanas, también hicimos buenas migas con los caseros, casi los convenzo para llevarmelos de ruta. O en Asturias, que me hice colega del carnicero, vendía unos cachopos caseros brutales…

Estas conexiones, aunque breves, me han enseñado mucho sobre las formas de vida locales y sobre cómo la montaña moldea las culturas y tradiciones de quienes viven cerca de ella. Desde los quesos artesanales de los pastores pirenaicos hasta las técnicas de construcción en los pueblos alpinos, cada lugar tiene su forma única de relacionarse con la montaña.
La terapia más barata: montaña
La montaña tiene un efecto terapéutico brutal en mí. Una ruta el fin de semana me recarga tanto que mi nivel de serenidad se mantiene alto durante los siguientes 2-3 días. Aprovecho esa inercia. El problema viene a partir del tercer día, cuando la «batería» empieza a agotarse.
La serenidad es mi asignatura pendiente. Tengo mucho carácter y mi adolescencia no fue el mejor entorno para aprender a estar tranquilo. Sigo trabajando en ello.
Me he dado cuenta de que, por mucho que lo intente, es imposible «traerme la montaña a casa». He probado con fotos, vídeos, sonidos grabados… pero no es lo mismo. Ese efecto terapéutico solo lo consigo estando físicamente allí.
Después de mi crisis existencial de 2021, encontré una salida: meditar mientras camino. La meditación tradicional, sentado y quieto, no me funciona. Ahora camino muchísimo cada día y ese es mi momento para poner orden en mi cabeza.
Cada vez que tengo un problema serio o necesito reflexionar sobre algo importante, me hago mi ruta de 18 kilómetros para despejarme. Es mi forma de procesar, de digerir los problemas, de encontrar claridad. No siempre vuelvo con soluciones concretas, pero regreso con la mente más despejada y en mejor disposición para afrontar lo que venga.
Es curioso cómo cada persona encuentra su propia forma de meditar. Para algunos es estar sentados en silencio, para otros puede ser cocinar o correr… para mí es caminar, idealmente en entornos naturales, aunque las calles de un tranquilo pueblo también me valen cuando no hay alternativa.

Compartir vs. soledad: mi equilibrio en la montaña
Aunque mucha gente asocia la montaña con la soledad y el aislamiento, yo siempre prefiero compartir estas experiencias. Hay algo especial en vivir esos momentos junto a otras personas, en señalar hacia un paisaje impresionante y ver en la cara del otro el mismo asombro que sientes tú.
Sin embargo, no he forjado tantas amistades de montaña como me gustaría. Las pocas que tengo son sorprendentemente duraderas, pero son escasas. Supongo que mi vida de nómada digital no ayuda a mantener un grupo estable de compañeros de aventuras.
Es una paradoja: amo compartir mi pasión por la montaña, pero mi estilo de vida me empuja a disfrutarla mayoritariamente solo. He de aclarar que también me gusta la soledad, tiene sus propias recompensas, pero si pudiera elegir, preferiría siempre poder compartir con el mundo, lo que yo experimento cada vez que subo una montaña.
Cuando camino solo, mi experiencia es más introspectiva, más centrada en observar tanto el exterior como mi interior. Cuando voy acompañado, es más social, más ligera, hay conversaciones y risas. Ambas experiencias son valiosas, pero complementarias.
Antes de que de me olvide,
aquí te dejo mi perfil de Wikiloc 🥾

Lo que viene: retos que me quitan el sueño
Tengo pendientes un par de grandes retos que quiero hacer «antes de que las rodillas no me dejen». Primero, la ruta transpirenaica, un animalada de 810 kilómetros cruzando los Pirineos de costa a costa. Luego tengo en mente una ruta panamericana, aunque aún no sé si en bici, moto o coche.
También quiero subir a las Dolomitas, que las tengo relativamente cerca y dicen que son una pasada. Tengo más proyectos en mente, pero ya los iré contando…
No sé si llegaré a hacer todos estos planes. Las rodillas tienen fecha de caducidad, y la vida a veces toma giros inesperados. Pero tener estos sueños me mantiene con la mirada puesta en el horizonte, siempre con algo que esperar, algo por lo que seguir esforzándome.
Cuando pienso en estos proyectos futuros, siento esa mezcla particular de nervios y emoción que solo dan los grandes retos. Sé que serán duros, que habrá momentos de duda y cansancio, pero también sé que la recompensa, esa sensación de plenitud al completar algo que te ha exigido todo, merece cualquier esfuerzo.
Lo que me quedo: la montaña como juez
«En la montaña solo estás tú y ella, que para mí es el mayor juez que existe, y no puedes escapar de tus pensamientos.»
Si tuviera que resumir lo que la montaña me ha enseñado en una palabra: autodescubrimiento. Cuando te pierdes, cuando te bloqueas en cualquier aspecto de tu vida, la montaña actúa como un catalizador brutal. Por eso, ante cualquier problema serio, me monto una buena caminata de 18 kms y me voy a «echar la mañana» a despejarme.
Es en las rutas más duras, especialmente si vas solo (con todas las precauciones), donde más te autodescubres. No hay distracciones, no hay notificaciones, no hay ruido. Solo tú frente a ti mismo.
La montaña no perdona las mentiras, sobre todo las que te cuentas a ti mismo. Cuando estás sufriendo en una subida dura, con las piernas quemando y el aliento entrecortado, no puedes fingir que estás en mejor forma de lo que realmente estás. Cuando te enfrentas al miedo ante un paso expuesto, no puedes disimular tu vulnerabilidad. La montaña te desnuda, te expone tal como eres, sin filtros ni máscaras.
La montaña me enseñó a vivir con menos y a enfrentar mis demonios sin escapatoria. Cada ruta me ha revelado partes de mí que estaban enterradas bajo el hormigón y la rutina urbana. Al final, encontré mi esencia sin saber que la estaba buscando.
Y tú, ¿has sentido la llamada?
Y ahora te pregunto a ti, que has llegado hasta aquí: ¿qué relación tienes con la naturaleza? ¿Has experimentado alguna vez ese «efecto recarga» que te proporciona un entorno natural? Me encantaría leer tus experiencias en los comentarios. Tanto si eres un montañero experimentado como si nunca has subido más allá de las escaleras mecánicas del centro comercial, tu perspectiva me interesa.
Si este artículo ha despertado en ti aunque sea una chispa de curiosidad por explorar un sendero, por escuchar el viento en las copas de los árboles o por simplemente salir de la rutina, cuéntamelo. Comparte este post si crees que puede inspirar a alguien más a dar ese primer paso hacia su propia aventura. Y si tienes dudas o quieres recomendaciones para empezar, aquí estoy. Al fin y al cabo, compartir esta pasión es uno de los mayores placeres que me ha dado la montaña.
Nos vemos por esos lares,
Abrazotes !! 🤙🏞

Opino también que mejor siempre compartir; somos animales sociales en esencia, por lo que compartir los momentos en la naturaleza es una de las experiencias que más nos puede definir y que más nos conecta. Y sí, escuchar sólo el viento en las copas de los árboles es una de las mejores sensaciones que he podido experimentar en toda mi vida. 🌸🌺